La esclavitud del miedo (Parte II y final)

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“Por breves instantes hicimos de esa montaña nuestra, tuya, mía, chilena. Pues no hubo hombres más altos que nosotros y no hubo coraje más grande que el nuestro” .
Rodrigo Fica P.

El clima estaba cerrado y nuestra historia terminada. Sentados los dos mirando nevar y el viento golpeándonos.

Deberíamos estar exhaustos, desesperados por la tormenta, sufriendo sus bajas temperaturas. Y sin embargo…. Se estaba bien. Tanto que podríamos haber pedido un café y debatido acerca de la vida, los hombres y sus amores perdidos. Paz que sentía y aceptaba serenamente; pues entendía que no era hija del desvarío por la falta de oxígeno, sino que de la lucidez de vernos acogidos. Por estas pendientes, estos abismos.

Las 14 horas de esfuerzo ya pesaban y más allá de nuestros deseos, era obvio que íbamos muy lentos ya. Continuar así sólo sería para morir.

  • Rodrigo, hermano, es tiempo. Debemos bajar.

No me contestó y lentamente miró para arriba. Allá, perdido entre la nieve y la tormenta, estaba el sueño de su vida, la cumbre. Pero también miró hacia abajo, donde estaba yo, conminándolo a descender. Recordó la promesa que habíamos hecho al salir del campamento; Tú bajas, yo bajo. Siempre juntos; para sobrevivir.

Habíamos llegado tan lejos, tan alto. Al único lugar donde las estrellas se ven sin velo. Y, a pesar de ello, no había sido suficiente.

Me senté a su lado.

El temporal nos sacudía y arrastraba la nevisca entre nosotros, mientras la luz parecía teñirse de naranja por un atardecer que no veríamos. Uno que hubiese hecho perfecta esta contemplación nuestra del indómito y salvaje planeta en el que habíamos tenido el privilegio de vivir.

Los copos de nieve se depositaban tranquilos sobre mi chaqueta, sin derretirse. Los miré y ese fue el momento que decidí irme. Por más feliz que estuviera, no me iba a quedar a morir. Adiós.

Me paré, bajé un poco y me detuve para ver si Rodrigo hacía lo mismo. No. Seguía sentado con una pierna estirada; la otra recogida. Apoyado en su piolet, bajo la nevada, a diez metros de distancia. Lo recordaría así, en perfecta contemplación, hasta el día que la muerte llegara a mi lecho. Le hice un gesto con la cabeza y capté su atención.

-Hermano, es tiempo.
No se movió.

-No estés triste. A pesar de todo, ganamos.
No se movió.

-Ven párate. Debemos regresar.

Por un segundo nada pareció cambiar. Pero luego Rodrigo hizo un pequeño gesto. Un movimiento mínimo con la mano. Que desencadenó otro, un apoyo. Y de ahí una secuencia que lo hizo erguirse. Todo lentamente bajo la ya gruesa precipitación. Sonreí.

Me di vuelta, avancé diez pasos y de repente sentí un cansancio raro, uno que nunca había experimentado. Me tuve que sentar. Vuelta a pararme, diez pasos más, y a sentarme de nuevo. Miré atrás y Rodrigo, aún envuelto en el manto del viento blanco, venía igual. Nuestras piernas no respondían. Había escuchado que eso pasaba, tan solo que pensé que no me afectaría…

No importa; también sabía que era cosa de insistir. Así que no había preocupación. ¿Miedo? No, ya no. Nunca más.

Me paré, caminé y descansé. Y otra vez. Y otra. Secuencias que se sucedieron y que, con un poco de disciplina, se fueron alargando. Pronto pude dar veinte pasos seguidos. Y luego treinta. Abriendo la huella entre la nieve; sin ver mucho pero lo suficiente como para no perdernos.

Una hora después, milagro. Los cielos empezaron a abrirse, dejó de nevar y un par de rayos de sol se colaron entre las nubes para mostrarnos el camino. Era todo lo que necesitábamos. Sobreviviríamos.

Abrazos de cumbre!!
Rodrigo Echeverría B.

Extracto del libro “La Esclavitud del Miedo” – Rodrigo Fica 2016

Perspectiva de la banda amarilla que cruza la ruta a 7.800 mts. Ya durante el descenso
Labios destruidos, cara quemada y deshidratado por el enorme esfuerzo y falta de oxígeno a 8.000 mts.
La cascada de hielo rumbo al campamento II
Arribando al campamento II a 7.100 mts. de altitud