La vida sobre los 5.700 metros no es un chiste. A 5.000 metros de altitud la cantidad de oxígeno disponible es menos del 50% que existe a nivel del mar. La saturación de oxígeno seguramente estará en ochenta y tantos %, lo que en el valle es estar más que muerto. Las pulsaciones por minuto aumentan, sube la presión arterial, acecha el insomnio, la falta de apetito, la cefalea, el desgano.
A 6.000 y a 7.000 metros el esfuerzo de la escalada es brutal. Sumado a esto el frío intenso, la sequedad del aire, la radiación ultravioleta, que todas juntas producen una deshidratación enorme en el organismo, más las extensas y fatigosas jornadas producen en el cuerpo del escalador un desgaste inmenso.
Esto sin considerar cuando se desencadena la furia de los elementos, pareciendo que la montaña enfurecida quisiera echarte, despedirse de ti.
Aún el montañista aclimatado, aunque ya haya superado los principales síntomas del “mal de altura”, va desgastándose de a poco, perdiendo peso, perdiendo masa muscular, sintiendo la soledad y la hostilidad de los parajes. Mirando hacia la cumbre, la ve lejana, temeraria, hostil. Pensando en el tortuoso y vertiginoso camino que debe recorrer para alcanzarla.
Así como la sangre se va poniendo más densa, por la excesiva producción de hematocrito que sirve para transportar el escaso oxígeno a los pulmones, hasta el más templado y valeroso de los espíritus se va haciendo denso y a la vez carcomiendo en el crudo, fatigoso y solitario camino a las alturas.
Ya a 8.000 metros la vida se mide en horas. El cerebro lucha por darte órdenes lúcidas, no ofrecerte alucinaciones que ocultan el rostro de la muerte.
Una expedición de este tipo es una enorme prueba a la convicción y la porfía humana. El ambiente más hostil de la tierra te ataca por fuera y también por dentro.
Recuerdo las peores noches de mi vida colgado vertiginosamente de una carpa a casi 7.000 metros en la vertiente diamir del Nanga Parbat, la montaña asesina. Yo pensaba que los espíritus de todos los que allí murieron acecharían por las noches, estarían detrás de las cornisas y de las rocas observándonos. Pero no fue así. El verdadero demonio estaba aquí dentro, aparecía en medio de la noche despertándonos en medio de la oscuridad, cuando mirábamos por la puerta de la carpa que casi caía al vacío la incertidumbre de otro día en el mal tiempo, en las indecisiones, en cuánto esperar, en si había que seguir o bajar, quiénes, cuándo. En las miradas perdidas buscando un amigo allá arriba.
Así como el organismo va generando un proceso de aclimatización, tratando de dejar atrás el fantasma del edema, tratando de buscar el confort donde no lo hay, el escalador tiene que hacer frente a sus demonios internos para mantenerlos bajo control. La paz, la armonía, el buen juicio ayudan a esto. La experiencia del veterano también.
No es juego, perdón, en verdad si es un juego. Es el juego de ver quién gana, hasta donde soy capaz de llegar y cuánto soy capaz de aguantar sin que los demonios se echen sobre mí y me revuelquen cuesta abajo.
Es como una maratón, una maratón de 2 meses y ocho mil metros de altitud.